domingo, 20 de enero de 2008

un kilo, que luego se hacen tres

Veía todo y pensaba en escribir tanto que no me alcanzaba, prefería en ratos ser sólo testigo, ponérmelo sobre la mirada y dejarlo ahí guardado, o tras las orejas. Una casa llevaba a otra y la calle sólo nos acompañaba de lado. Es un pueblo pequeño que huela a chocolate todo el tiempo, en una esquina, bajando por la gasolinera, encontrarás sobre una banca de cemento a dos mujeres hechas con hilos de colores y tierra; llevan el pelo trenzado con listones rojos, los ojos tapados con la sombra del rebozo y el camino lo van llenando de a huarache. En esa misma esquina hay una casa con dos hombres, artesanos del cacao. Pides un kilo y te salen tres por el azúcar y las almendras. Uno nada más ve, de una moledora a otra. Primero está aguado, luego se va haciendo polvo y huele más. Setenta y cinco pesos por un kilo, que luego se hace tres.

Salimos de ahí riéndonos de más, no recuerdo incluso, por la risa, ¿de dónde nos dijeron que traían este mezcal que les compramos?, yo tampoco sé, pero después de probarlo a uno eso le deja de importar. Nos fuimos a Ocotlán.

La foto, la foto

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